Como es ya sabido, el consumo masivo de proteínas en nuestro país no es, en ningún caso, anterior al siglo XVIII. Hasta entonces, la dieta tipo contaba con un nivel bajo de este nutriente. La industrialización a partir de la segunda mitad del siglo XVIII hace necesario contar con más recursos de este tipo. Paralelamente a la aparición de las primeras fábricas, aparece la pesca industrial. Se crean nuevas artes de pesca mucho más productivas y, en definitiva, se mejoran los procesos de conservación del pescado. Ya que, como foodie, seguro que te interesa saberlo, en este artículo explicaremos cómo fue el proceso.
Importar proteínas baratas para los obreros
Es importante recordar que el bacalao era el principal aporte de proteínas para muchos españoles, y las técnicas de salazón ya se realizaban a principios de la Edad Moderna. Sin embargo, durante el siglo XVIII se empiezan a comercializar también sardinas en salazón, que destacaban por su precio económico. Ante la escasez de especies en el Mediterráneo, muchos marineros catalanes se establecen en la costa de Galicia y aportan artes nuevas, aprendidas de los holandeses. Abren multitud de fábricas de salazón y las capturas de sardina, mero, bonito y otras especies aumentan exponencialmente.
Si bien la salazón no permitía que el pescado se mantuviese indefinidamente, sí es cierto que permitía su transporte. Por un lado, se prensaba el producto totalmente, y la grasa sobrante también se vendía para iluminar quinqués, por lo que se generaban menos residuos. En cualquier caso, hay que decir que, en función del territorio, determinados hábitos se mantenían. Por ejemplo, el consumo masivo de algunas especies está directamente relacionado con el desarrollo industrial. De ahí que, por ejemplo, la necesidad de la conserva para ampliar los plazos fuese una necesidad para las empresas.
Consumo de proteínas en el siglo XIX
Hay que diferenciar distintos ámbitos poblaciones. Lógicamente, en los puertos de mar el consumo de proteínas de pescado tendía a ser mayor que en el interior. Por otra parte, había variaciones en función del ámbito. Por regla general, en un pueblo de la Meseta, si no estaba fuera de las principales rutas comerciales, las proteínas que se consumían eran predominantemente cárnicas (huevos o tocino, sobre todo) y solo, ocasionalmente, comían bacalao en salazón o truchas. En cambio, en las ciudades se tenían que importar esas proteínas, de ahí que en Barcelona y Madrid ya fuese habitual el consumo de pescado por parte de las clases populares. En pocos años, se extendió por el resto del país, gracias al abaratamiento de los costes de producción y transporte.
La razón de estos hábitos es muy sencilla: en el mundo rural, predomina el autoconsumo; en las ciudades hay que comprar los alimentos. También es cierto, y no podemos obviar este punto, que en muchas ocasiones, los economatos de las fábricas favorecían la difusión de nuevos hábitos alimenticios. Por lo tanto, un obrero industrial a finales del siglo XIX consumía sobre todo pescado como aporte proteico. La documentación sobre la dieta habitual de los obreros a mediados del siglo XIX en Barcelona da varias pistas al respecto.